lunes, 24 de enero de 2011

El chiripá (1° parte) por Justo P. Sáenz (h)



Nota aparecida en La Nación, Bs. As., 31/05/1981. Tomada de la página del Prof. Héctor Aricó. Fotos tomadas de la web.

El narrador y folklorista Justo P. Sáenz (h) (1892-1970) dejó inéditas páginas dedicadas al estudio de las prendas gauchas.
Comenzamos a publicar las referentes a un atavío típicamente argentino.

“Prosiguiendo en este ligero estudio de algunas de las prendas que integran la indumentaria del gaucho, que he conocido de vista por referencias; voy a contarles lo que se de este atavío tan típicamente argentino, uruguayo y riograndense, el chiripá, que he tenido ocasión de usar personalmente, lo mismo que de manera ocasional lo hicieron algunos de mis antepasados paternos y en forma casi habitual, por no decir constante, otros de la misma rama, a comienzos y mediados del siglo XIX, en las pampas de Buenos Aires. Me refiero aquí a mis tatarabuelos y choznos, los Zamudio y Villamayor, verdaderos señores rurales, varios de ellos cabildantes o alcaldes de primer voto durante el Virreinato, que desde antes de 1750 poblaron en los hoy partidos de Las Heras y Navarro, a la sazón Pago de la Matanza, como reza en sus títulos de propiedad.
Aunque de muy niño me llevaron a la campaña, estancia La Fortuna de don Augusto Ibarzábal, en el Patido de Puán, y que estuve en El Tandil y El Vecino en 1899-1900, estancias de don Julio Peña y don Pedro Iturralde, respectivamente, además de haberme hallado en Lobos, estancia El Ombú, de Viale del Carril, allá por 1904 y 5, no me fue dado observar -por lo menos no recuerdo- dicha prenda hasta 1902, en que viajé con mis padres a la sierra de Córdoba. Allí vi varios chiripáes ordinarios, de algodón, sobre el calzoncillo largo, en vendedores de escobas de palma y peones de ushuta o alpargata. En 1906 ó 7, solía llegar al pueblo de Temperley, donde veraneábamos, un hombre viejo, montado en una mula blanca, con recado de pronunciados arzones, a cuyos costados pendían unas muy abultadas alforjas. Su sombrero era aludo y sus rasgos no eran en absoluto aindiados. Pensando a través de los años, he supuesto que aquel raro personaje debía ser un santiagueño de vida trashumante como tantos de sus comprovincianos. Sin bajarse de la mula conversaba cordialmente con la gente que encontraba en los almacenes, por lo que quiero suponer que vendería algún producto, tal vez yerbas medicinales. No puedo precisar cuál era su calzado, pero sí que llevaba un chiripá casi blanco o sumamente descolorido.
En 1911, en el citado partido de El Vecino, hoy General Guido, vi por tercera vez el chiripá, portado gallardamente y con altas medias blancas y alpargatas, por don Segundo Rocha, un ex arrendatario de mi padre, que diz le pagaba la locación con sólo la venta de los cueros de las nutrias que negreaban por aquellas lagunas y cañadones, hoy casi desaparecidas por obra de los canales de desagüe.
A principios del presente siglo no era muy raro en Buenos Aires verlo, no sólo en algún
vasco lechero o paisano que por algún motivo debía ‘bajar’ a la ciudad. Así recuerdo un hombre alto y morrudo, de pera negra, con semejante cubrepiernas, parado en la puerta de una fonda de la calle Buen Orden (hoy Bernardo de Irigoyen), cuando en 1905 y con mi padre, pasaba frente a ella en una victoria de plaza con rumbo a Constitución.
Una noche que habíamos ido al Casino con mi finado amigo Carlos Gómez Romero -sería en 1910- y logrado localidades en las primeras filas, advertimos con no poca sorpresa que por el pasillo que divide las plateas avanzaba, a la par del acomodador, un caballero de barbita blanca, saco y chaleco negro, cuello de palomita con corbata de moño, bajo todo lo cual resplandecía una gran rastra y colgaba un chiripá de merino, también negro, hasta los tobillos de unas botas que parecían de charol. Brevísimo cuchicheo y girar de cabezas por entre la inmediata concurrencia pero nada más, aunque oímos, sí, a un vecino de asiento que mencionaba el apellido de Zubiaurre como perteneciente al recién llegado. A propósito de teatros y chiripáes, cabría intercalar en este párrafo lo que me contó mi inolvidable amigo Ricardo Hogg, quien llevó a La Comedia, situada entonces en Artes (hoy Carlos Pellegrini) entre Sarmiento (ex Cuyo) y Cangallo, a un viejo capataz de su estancia en Matanzas. Corría, si no me equivoco, el año 1895 y en las boleterías se le negó terminantemente la entrada por hallarse el hombre vestido de chiripá.
También del partido de La Matanza, campo de los Ezcurra, era un criollo que portaba chiripá de merino negro y lustradas botas fuertes, durante una guitarreada a la que asistí. Esta reunión se realizó en 1914 ó 15, en el departamento de un amigo cuyo nombre no recuerdo, que quedaba en la calle Lavalle entre las de Talcahuano y
Libertad.
En abril de 1918, en la estancia Malal-Tuel, de los Pueyrredón, partido de Necochea, me hallé de nuevo con el chiripá y del mejor merino negro. Lo usó la semana entera que duró la yerra su capataz de campo, Felipe Ortiz, integrando su indumento, aparte de sus botas de caña blanda, una blusa del tipo que hoy llamamos corralera, cuyos bordes inferiores tapaban casi el tirador, y un criollísimo chambergo negro de copa redonda y ala angosta y ribeteada sostenido por barbijo.
Otro paisano que andaba con tropilla y entiendo era invitado a la marcación, cuyo nombre o apellido era Liberatorio o Liberatori (¡por supuesto que con Gustavo Pueyrredón preferíamos llamarlo por el primer apelativo!) también andaba de chiripá, pero de esos de algodón amarillento a franjas blancas y marrones, imitación vicuña, que denominan ‘de a pala’ -como explicaré más adelante- en Entre Ríos, Corrientes y el Uruguay, y chiripá largo en la provincia de Buenos Aires. Este paisano iba de alpargatas y tocábase con una boina blanca provista de colgante borla negra y era un excelente jinete como nos lo demostró montando tres o cuatro potros que corcovearon fiero no bien se les sentó.
Pero donde me familiaricé con el chiripá fue en Entre Ríos, provincia que frecuenté diez
años entre 1924 y 1934. Allí, por lo menos en el distrito Yerua, departamento Concordia, el chiripá, mucho más en verano que en invierno, era de uso corriente. Generalmente lo llevaban cortón, hasta la altura de las corvas, aunque no faltaran criollos que lo gastaban casi hasta tocar las espuelas, como Bautista Cabrera, su hijo Ramón, Venero Leyes, Martín y ‘Cachaza’ Méndez, Florentino Teliz, Floro Paredes, el viejo Nieto, don Justo Leiva, un tal Galeano, los cinco hermanos Locaso, los Moledo, Jacinto Espíndola y que se yo cuantos más. También chiripá negro, bien largo, y botas de potro abiertas en la punta vi en la estancia La Rosita, departamento de Colón, llevado por un muchachón de boina tejida y borla, que nos endilgó para ‘las casas’ de ‘Humaitá’, estancia de don Luis M. Campos Urquiza, a donde íbamos. Viajábamos a caballo con mi finado e íntimo amigo Luis M. Correa, y recuerdo que al paisanito ese le saqué dos o tres fotos, que conservo, cuando aquel mediodía, en un redomón tostado, se apareció en ‘Humaitá’ para participar del almuerzo.
En la feria de Bertoni, sobre la estación Ledesma del ex Ferrocarril Nordeste Argentino,
llegaban troperos (aquí decimos reseros) en aquellos años que, en su atuendo y aspecto, parecían extraídos de antiguos grabados, con sus chiripáes negros o a franjas, semicubiertos con el culero de carpincho o ciervo adosado a la pierna izquierda y los largos flecos rozando el empeine de la bota de becerro, calzada con espuelas de prolongado pihuelo y rodaja ‘punta de clavo’. Sus sombreros eran altos, cónicos como nido de boyero, de copas ex profeso hendidas en cuatro concavidades. Por suerte tengo fotografías de muchos de aquellos hombres y allí grabada indeleble la visión de una época que ya se fue, corrida por la agricultura, los desmontes, la saca de pedregullo, la subdivisión de la tierra, en fin, por el progreso, que nadie pone en duda es necesario para la economía y cultura del país aunque el fondo lírico de muchos espíritus, entre ellos el mío, lo lamenten.”