Nota aparecida en La Nación, Bs. As., 07/06/1981. Tomada de la página del Prof. Héctor Aricó. Imagenes tomadas de la web.
Concluimos la publicación de estas páginas inéditas y póstumas del narrador y folklorista Justo P. Sáenz (h) sobre una prenda gaucha ya relegada al pasado.
“En las esquilas florecía por doquier el chiripá que era un gusto y siempre de ese género de algodón que, como dije, llaman allí ‘de a pala’, ignoro por qué, pues eran de indudable procedencia industrial, quizá europea, que se vendía en piezas como cualquier paño en una sastrería. Prevengo aquí que ya en 1845, tiempo de Rosas, se empleaba el vocablo ‘a pala’ con referencia a ponchos tejidos sin duda en telar de mano, porque he hallado dicha expresión registrada en uno o dos sumarios policiales de ese año, compulsados hace poco en el archivo del Juzgado de Paz del partido de General Guido.
Durante los embarques de hacienda, muy arisca por lo general y apenas cuarterona, proveniente del norte de Entre Ríos o de la provincia de Corrientes, que se efectuaban en el río Uruguay, jurisdicción de la estancia ‘Centenario’, cuando por bajante de aquel no podían las chatas transponer los pasos de El Hervidero y El Corralito, ocurría que se tenía que correr mucho en el monte de tala, espinillo y ñandubay. A esos efectos, los jinetes, troperos o peones por día, se quitaban las bombachas, prendas de vestir mucho más costosas que el chiripá y se colocaban éste sin importárseles lo desgarrasen las espinas en la parte no protegida por el culero. Como se ve, estos antecedentes que cito contradicen la afirmación del escritor Enrique Larreta que, en su libro ‘Zogoibi’ le hace decir a un paisano que el chiripá se dejó de usar a raíz del advenimiento del alambre de púas. También he visto chiripás, siempre hasta las corvas y de los ‘bayos’ o ‘de a pala’, en habitual y espontáneo uso, en peones de Vialidad, trabajando en el camino a Concordia, a la altura de los Yuqueríes, lo mismo que en carreros que transportaban naranjas o lana, a la salida de esa ciudad.
Tengo asimismo presentes a unos ‘balseros’ o individuos encargados de una balsa, de lo más rústica y peligrosa, que atendían el paso de Miraflores, en las nacientes del río Gualeguay. Era en el verano de 1929 ó 30 y todos, en número de cuatro o cinco, estaban de chiripá de ‘a pala’, corto, descalzos, con los calzoncillos arremangados hasta la rodilla y las piernas pegoteadas de barro. Se tocaban con chamberguitos negros, redondos, tipo porteño, alicortos y barbijo. Les tomé unas fotos con mi Kodak 122, que debo conservar entre mi colección, si es que no he perdido los negativos. Fue en ocasión de ir a comprar carneros en un remate general de haciendas que se efectuó en la estancia ‘El Árbol Solo’, de los Inchausti, creo que dentro del Departamento de Federación, muy cerca del arroyo Basualdo, donde se sublevaron las tropas de Urquiza cuando se negaron a concurrir a la guerra del Paraguay.Al llegar desde Concordia al dicho ‘Árbol Solo’, después de cinco o seis horas de viaje bastante penoso por el calor y los malos caminos de entonces, en un Ford T, dimos con varios hombres de chiripá largo y corto, bota fuerte y buenos sombreros regionales, que en su condición
de troperos venían en procura de algún viaje. Todos los concurrentes al remate, me refiero a gente compradora de hacienda y empleados de la casa consignataria de Delor, estaban en mangas de camisa y el más variado surtido de revólveres y pistolas se ostentaba en sus cintos, amén del correspondiente cuchillo para comer. Había automóviles del Sauce, Esquina, Federación, Concordia, La Paz, Sauce de Luna, etc., en algunos de los cuales observé, no sin cierta estupefacción, carabinas Winchester, tendidas a lo largo del asiento delantero, semicubiertas o no, por un ponchito o un perramus.
En la pulpería de doña Filomena Cetour, oriunda del sur de Francia y venida en 1887, situada en aquel entonces en el vinorito de Nueva Escocia, departamento Concordia, sobre el río Uruguay, he adquirido muchos cortes de chiripá para mí o con destino a regalos. Costaba el metro entre dos pesos cincuenta y cinco pesos y el corte era siempre de 2 de largo (caída) por 1,30 metro de ancho. Se cortaban a tijera, sin accionar ésta, de un solo envión, y al llegar con ellos a ‘las casas’, no había más que hacerles un dobladillo para que no se deshilacharan.
Los esquiladores llevaban el chiripá durante su faena hasta la rodilla (cortes reducidos) siempre, claro está, sobre calzoncillos largos, de los llamados ‘de puño’, que se ajustaban a los tobillos con botones o por medio de una cinta, de esas conocidas como ‘de hilera’. Haciendo calor, el entrerriano se arrollaba o arrolla dichos calzoncillos hasta la rótula, por lo que se veían pantorrillas tostadas como las de cualquier veraneante marplatense y por lo general rayadas por las espinas del monte. Si los esquiladores o los peones que bañaban ovejas llevaban sus chiripaces tan acortados, he conocido quienes podría decirse sin exagerar les asignaban funciones de taparrabos, por cierto que siempre colocados sobre calzoncillo largo. Tal ese viejo Fernandez, empleado del
Ministerio de Obras Públicas, a pesar de su analfabetismo, que vigilaba las diversas alturas de las aguas del río Uruguay, frente al paso del Chapicuí, en campo de la familia Navarro. Le ayudaba a anotarlas su nieto, apodado Canga, diestrísimo cazador como su abuelo, con trampa, ‘fija’ y carabina y excelente remero y nadador. Esa pareja constituía el azote de la ya raleada fauna mamífera comarcana, como el carpincho, a la sazón casi desaparecido, y el guazuvirá, ya extinto, lo mismo que el gato montés, el onza y la nutria. Quedaba sólo algún ‘mao pelada’ y lobitos de río.
Una mañana llegamos con Alberto Güiraldes a caballo a lo más tupido del ‘monte blanco’ de la costa, donde tenían los Fernandez una casilla fiscal de madera y una gran ramada techada de mataojo, frente a las enlozadas tablas de marea, plantadas verticalmente entre los sarandíes, sobre el barrizal de la orilla. Habían cazado un gran lobo (Ptenura brasil) cuya piel, incluida la cola, sobrepasaba algunos centímetros en longitud la estatura de Güiraldes, ya entonces cotizado dibujante. Recuerdo como le llamó la atención a éste el chiripá del viejo, acostumbrado sin duda a la larga prenda similar que vestía en San Antonio de Areco don Segundo Sombra. Y no olvido que en diecisiete pesos (precio oficial del Mercado de Frutos, señalado en el Boletín de la misma Institución que consultó Canga al instante, a indicación de su abuelo), lo adquirí para regalárselo a Alberto que, con ese cuero, se hizo cortar un hermoso chaleco al que colocó botonadura de pesos bolivianos de plata ochocientos y debió completar con pana del mismo color del lobo, la parte de la espalda, pues la dicha piel no alcanzaba a cubrirla íntegramente.
Volví a tropezar con el chiripá en 1944, cuando viajando con Ernesto Ezquer Zelaya en su camión para Santo Tomé, en Corrientes, se nos descompuso el motor en medio de la estancia de los Sáenz Valiente (22 leguas de campo, monte y abras en la banda Norte del río Mocoretá). Era de los de ‘a pala’, o buyo que he mencionado y lo lucia un paisano que arreaba de a pie una tropa de capones, llevando de la rienda a su caballo. Calzaba alpargatas, recuerdo, y las botas colgaban de los tientos de su recado. Su compañero, que marchaba a retaguardia, en un zainito charcón, iba de bombachas y canilleras de loneta. Muy amables, en su media lengua hispano-guaraní, los dos correntinos nos indicaron la dirección del puesto más próximo por si nos agarraba la noche sin poder poner en marcha el camión, cosa que afortunadamente no ocurrió y tanto, que a las 21, frenábamos frente al hotel de Mercedes. Si este fue el primer chiripá que vi en uso en Corrientes durante esa excursión, el segundo lo encontré en lo de Ezquer Zelaya, estancia Santa Tecia, en el departamento de Ituzaingó. Era de una manta oscura, bastante gruesa, tipo frazada y llegaba casi hasta las espuelas de su portador, ‘puestero’ -en Corrientes dicen ‘poblador’- de Santa Tecia, don Facundo Miranda, hombre alto, de fuerte contextura a pesar de sus 90 años. Miranda andaba descalzo, a pesar de hallarnos a fines de junio, la cabeza ceñida por un pañuelo azul (era ‘liberal de opinión’) y sobre éste un lindo sombrero de paja, entiendo que de palma, asegurado con barboquejo. Hablaba con cierta dificultad el castellano y decían que había sido testigo en su infancia, claro está, del cruce del río Paraná, sobre el Paso de la Patria, por el ejército aliado, cuando éste invadió el Paraguay.
En septiembre de 1950, iba yo en automóvil de Formosa hacia Clorinda, con el finado gobernador de aquel territorio, Sr. Dertelendy, cuando nos cruzamos en el camino con dos jinetes, uno de los cuales usaba chiripá de ‘a pala’ hasta la mitad de sus botas de becerro.
El último chiripá que vi en uso fue en el pueblo de Maipú, Ferrocarril Roca, en 1956 ó 57. Lo llevaba y lo llevó hasta su muerte, ocurrida pocos años después, un criollo, Azpitarte de apellido, y era de merino negro de algodón, largo hasta media pantorrilla. Iba bien puesto el hombre, de cabeza atada, chamberguito copa alta y redonda, con barbijo de cinta algo ancha quizá, y bota fuerte. Me contó mi hijo que una ocasión lo vio pasar por la estancia a caballo, con la misma indumentaria pero de alpargatas y las botas a los tientos. Era de los que sólo usaban -al viejo estilo de la zona- estribo del lado de montar, para no bien subir esconderlo bajo el cojinillo.
El origen de la palabra chiripá es dudoso. Alguien, creo que Leopoldo Lugones, lo deriva del quechua: para el frío, pues chiri, significa en ese idioma, precisamente, frío. Ahora, en un artículo aparecido en La Nación o La Prensa, en el verano de 1966, su autor, cuyo nombre no recuerdo, asegura que a las bombachas en Persia o Arabia se las denomina shiripa. Este hallazgo filológico es importante y ha de haber causado gran conmoción entre los etimologistas de nuestra vernácula. Me limito a consignar el antecedente y sigo adelante, escribiendo al correr de la pluma, sin buscar bibliografía ni meterme en disquisiciones de parecida especie respecto de este asunto. Eso sí, conviene se sepa que en nuestras provincias del Centro, Norte y quizás Oeste, la
gente de antes, al nombrar esta prenda, le cambiaba el género y la acentuación. Fue en 1902 y en las sierras de Punilla, Córdoba, donde oí llamarle ‘la chiripa’ y recuerdo que en una oportunidad, hará cuarenta años o más, el citado e inmortal Leopoldo Lugones, me preguntó:
-Dígame, Sáenz... ¿Usted al chiripá, no le ha oído en nuestro interior llamarle ‘la chiripa’?
-Efectivamente, don Leopoldo -le repliqué-: siendo un niño de diez años, en Dolores, Punilla, provincia de Córdoba, he escuchado denominarlo la chiripa, que algunos serranos usaban todavía en aquella época.
Otro nombre parecería tener el chiripá en Chile y provincias argentinas colindantes con ese país, si nos atenemos a Pérez Rosales, famoso escritor y patriota chileno. Tal nombre sería el de sabanilla. ‘Sabanillas lacres’ llamaban por esas regiones a los soldados de Rosas por sus chiripá colorados de reglamento, según menciona el citado Pérez Rosales en su conocido libro ‘Recordando el pasado’, que se publicara, si no me equivoco, en 1870, y del cual se tiraran desde esa fecha infinidad de ediciones.
Hasta las postrimerías del siglo pasado, fueron diversos los materiales, casi todos importados, que se destinaron a la confección de chiripaces. Para invierno, el cheviot, el merino de lana y la bayeta. Los dos primeros en color azul oscuro y negro, la tercera roja para los federales y azul para el partido contrario. En toda estación, el estanciero gaucho y de posibles, usaba chiripá de la mejor lana de vicuña, que compraba en las carretas que de Salta, Catamarca, San Juan o La Rioja arribaban a esta capital. Venían hechas las mantas en las medidas que he anotado más arriba o en las de 1,80 metro x 1,50 metro, como variación. Al ocuparme aquí del tamaño de los chiripaces daré otras medidas que he podido establecer en la colección de éstos que posee mi amigo Eduardo Castro Huergo: 2,10 metro x 1,30 metro; 1,65 metro x 1,30 metro; 1,70 metro x 1,35 metro, advirtiendo que la primera corresponde a uno de merino de gran lujo.
En verano, los materiales consistían en coco, llamado también ‘grano de oro’, los de ‘a pala’ o bayos ya descriptos, de puro algodón y los de ‘poncho inglés’, una especie de cretona estampada con dibujos estilo pampa sobre fondo negro, azul o crema, listas longitudinales de colores o suertes de guardas griegas. Estos tejidos (poncho inglés) provenían de las fábricas de Manchester Leeds y Birmingham, existiendo copiosa documentación en diarios y conocimientos de Aduana que me abstengo de citar, respecto de su procedencia. Al viejo Bautista Cabrera, peón de patio nuestro en Entre Ríos, que siempre andaba de chiripá, sabía regalarle yo todos los años uno o dos chiripaces de cretona, de rayas simétricas, que le compraba en la casa Harrods de esta capital. De barracán o picote y confección casera a telar, también se hacían chiripaces en el Centro y Norte del país, que usaban los campesinos por razones de economía, ya que les eran infinitamente menos caros que las aludidas telas importadas de Europa. Igualmente gozaron de gran favor popular en Tucumán y provincias limítrofes los chiripaces tejidos con la fibra del palo borracho o ‘samuhú’. Eran éstos por lo común a franjas blancas y negras y muy frescos.
Por supuesto que el tejido ‘amarrado’ estilo araucano o pampa, no estuvo nunca excluido de la confección del chiripá. Eso sí, entiendo que mantas de esa clase, por lo pesado y rígido de su lana de hebra gruesa, deben haber resultado menos cómodas al usuario que las telas de ‘poncho inglés’.
Que el chiripá o chiripa se llevó en toda la República es cosa cierta, aún en aquellas provincias donde no ha quedado al presente memoria de su existencia. En Salta lo vistieron los Infernales de Güemes y en un antiguo y conocido grabado de la batalla de Suipacha, librada en el Alto Perú el 7 de noviembre de 1810, los soldados patriotas figuran todos con esa prenda y calzoncillo cribado. Es más, hace bastantes años, mi finado amigo Juan Alfonso Carrizo me mostró copia de un acta del Cabildo de Jujuy en tiempos de la guerra de la Independencia, donde se ordenaba a cierto comerciante la elaboración y entrega a vecinos pobres de varias docenas de chiripaces.
El chiripá, es un trozo de género de forma rectangular que después de ceñida su parte angosta a la cintura se pasaba la larga entre las piernas hasta llegar con la parte angosta opuesta nuevamente a la cintura, donde las retenía firmemente la faja. Cuando era de color uniforme, la gente de campo solía a efectos de lucir el calzoncillo y darle a la prenda un aspecto más suelto y elegante, redondearle a tijera los dos ángulos externos de la misma. Ligeramente entreabiertos sus bordes de caída, mostrando entre ellos la albura del calzoncillo, el chiripá pendía con gracia de la cintura, casi siempre fina, de los jinetes. El gaucho porteño lo portó así casi siempre aunque en su iconografía (Rugendas, Monvoisin, Bacle, Morel, Pallière, etc.) se le vea frecuentemente con sus ángulos o puntas superiores metidos tras de la faja o ceñidor. Así lo he visto usar en la campaña de Entre Ríos, completamente cerrado, ya se tratase de un chiripá corto (‘colf’, dicen en Corrientes) o largo. Mucho se esmeraron las criollas bordadoras de antaño en adornar los chiripaces. Esta ornamentación a veces exagerada y de mal gusto, que se extendía a chaquetas, sobrepuestos y sobrecinchas, cuando estos dos últimos implementos eran de paño o terciopelo, llegó a su colmo en los disfraces gauchescos de Carnaval o exhibiciones de teatro de picadero. Entre la cincuentena de chiripaces que me fue dado observar en Entre Ríos entre 1924 y 1934, nunca di con uno que ostentase más ornamento que las dos iniciales de su dueño en la punta colgante del mismo. Tengo bien presente uno de lujo del citado Floro Paredes, (oriental de nacionalidad), quizás el hombre más gaucho que he conocido, confeccionado con excelente merino negro de lana, que se adquiría entonces en el Salto uruguayo, en el que bordadas en seda amarilla figuraban una F y una P de no más de dos centímetros de alto. El del viejo Nieto, igualmente negro, lucía sus letras del mismo material pero en color rojo. Por supuesto que en aquel entonces la labor de las bordadoras había caído en desuso, no así el hábito de ribetear dicha prenda con trencillas negras, de uno o dos centímetros de ancho.
El estanciero inglés Richard Arthur Seymour, cuyo libro, escrito en 1869, traduje y publiqué en 1947, bajo el título de ‘Un poblador de las pampas’, quien vivió desde 1865 al 68 en el sur de Córdoba, nos describe chiripaces de paño negro bordeados por cinta o trencilla colorada que a su juicio eran muy bonitos y ellos, los ingleses, no vacilaban en usar.
Arsene Isabelle, viajero francés -por no citar otros autores que se ocuparon de esa prenda llegado a la Banda Oriental en 1830, nos los pinta como de color rojo, verde o azul.
La última ocasión en que se usó en nuestro ejército y por reglamento oficial el chiripá fue cuando la guerra del Paraguay. En casa del general José Ignacio Garmendia, calle Paraguay, entre Libertad y Talcahuano, frente al Sur, tuve ocasión de ver, allá por 1915, un maniquí que él tenía en su museo particular. Me dijo que pertenecía a un regimiento de caballería
reclutado en la provincia de Buenos Aires para ese conflicto, denominado -de esto no estoy nada seguro- ‘Voluntarios de la provincia de Buenos Aires’. Consistía este uniforme en quepi francés colorado, casaca o chaquetilla azul con botones dorados, chiripá de paño también azul y botas fuertes. Un atuendo similar gasta el cacique Millamain, de acuerdo con fotografía de Carlos Encina, tomadas en 1883, cuando la ocupación por nuestro ejército de los territorios de Río Negro y Neuquén.
Existía una forma distinta de la más arriba consignada de llevar el chiripá. No se pasaba la tela entre las piernas de su portador sino que, ceñido siempre a la cintura por la faja, rodeaba muslos y pantorrillas hasta los tobillos cual una pollera, casi exactamente como ese cubre piernas que usan o usaban los polinesios y algunas sectas de hindúes, llamado ‘sarong’. Los indios de Formosa y Chaco también lo usaron así.
No escapa a mi buena memoria que en 1903 ó 4 aparecieron fugazmente en esta ciudad
unos sujetos de turbante a la cabeza y vestidos con cuello, corbata y ricos trajes de paño inglés que se me dijo vendían alhajas, guardadas en una caja de madera que llevaban siempre consigo. Entiendo eran de Ceylán y usaban pantalón y botines de la mejor calidad, pero cubiertos aquellos con una tela muy liviana, oscura, colocada como pollera, similar al chiripá que acabo de describir.
El famoso pintor uruguayo Blanes nos ofrece en sus cuadros muchos chiripaces así. Los llamaban chiripá liado, de mortero o a la oriental. En el puerto Madero, de esta capital, solían verse hace más de sesenta años estibadores, con el chiripá de algodón de ‘a pala’, por supuesto que liado y envolviéndole sus calzoncillos largos de bramante o liencillo. Lo mismo ocurría entre la peonada, generalmente vasca, de los almacenes mayoristas que existían en nuestra calle Rivadavia, en el trecho comprendido entre Maipú y Paraná, si no estoy trascordado. Eso sí, estos eran blancos y de un género liviano. Posiblemente de esa guisa vestidos, economizaban pantalones que se destrozarían en su frecuente rozamiento con los cajones y fardos, que en horas de trabajo subían y bajaban constantemente a los carros y chatas alineadas contra las veredas.
Se me preguntará: -¿Cómo hacía un hombre de chiripá liado para montar a caballo? Y respondo:
-Más de medio día anduve una vez a caballo a la par de Aurelio del Pino señalándole árboles para cortar leña en el monte natural que festoneaba aquellos campos de la costa del Uruguay, en Entre Ríos. Este hombre, de vituperable gorra inglesa, gran cuchillo y buen cinto de dos hebillas con monedas de plata, usaba siempre chiripá liado, el que recogía sobre el calzoncillo de puño para cabalgar, no puedo recordar exactamente de qué manera, pero lo cierto es que no le incomodaba ni ofrecía escándalo alguno la exhibición de la prenda interior recién nombrada. Este Aurelio era uruguayo y había pasado el río en canoa, huyendo de la policía de Paysandú, por una muerte que hizo en ese departamento, cuyos detalles me refirió en una oportunidad, así como sus penosos vagabundeos, herido de bala en un muslo, por los montes del río Queguay, donde otro matrero, ya viejo, lo curó perfectamente con agua de raíz de espinillo. Aurelio, el Oriental, como le decían, hacía dos años (esto ocurrió en 1926) que vivía en Nueva Escocia, en un mísero ranchito levantado por él mismo en campo ajeno, al pie de un cerro de pedregullo, rodeado de virarós. Se le temía allí, tal vez por sus antecedentes y ser algo pendenciero, pero conmigo y demás gente de la estancia fue siempre muy respetuoso, atento y servicial, en todo sentido. Su fin le llegó en 1930-31, cuando en una jugada de monte en los arrabales de Concordia, le metieron una bala de 44 en la boca, que le salió por la nuca.
Que el chiripá fue ideado por los conquistadores españoles cuando a algunos de éstos se le fueron gastando los calzones o bragas (así se le llamó antes al pantalón) y les era difícil hacer venir ropa de la Península, es cosa que siempre me ha parecido probable y lógica. Condúceme a tal idea ese dibujo que aparece en el conocido libro del padre Paucke ‘Iconografía colonial rioplatense, 1749-1760’, donde se observa un soldado español de caballería con aludo chambergo emplumado, casaca militar, espada al cinto, calzón corto y ¡botas de potro! Con las que habría reemplazado a las suyas de cuero curtido inutilizadas por el uso. Esto y siempre que los españoles no hubieran copiado dicha prenda de los indios pampas, como lo aseveran diversos autores. Tobías Garzón, en su Vocabulario, editado en 1910, y el investigador chileno Zobabel Rodríguez, consignan el vocablo araucano ‘chamal’ como equivalente al chiripá. Se ve, pues, que poseían término propio para designarlo, lo que es muy significativo. El ‘chamal’ no era otra cosa que el chiripá liado, a lo mortero o a la oriental, como se le llamó después, y se hacía con las mismas mantas cuadrangulares de tejido pampa.
A raíz de la introducción del caballo en este continente y la radical modificación que el
mismo trajo a la vida de las tribus errantes de nuestra planicie que lo utilizaron de inmediato, es muy lógico que el dicho chamal haya evolucionado hasta el actual chiripá, es decir, pasándolo entre las piernas para comodidad del jinete, mientras quedaban sujetas por la faja las cuatro puntas de dicha tela. Mas la suerte del chiripá estaba echada hacía rato. Se siguió usando sobre el pantalón (lo prueban varias fotografías de 1890-1900) ya advenido a la campaña, a mediados del siglo pasado, después de la caída de Rosas. Pero lo liquidó la bombacha, aparecida salvo prueba en contrario, en 1855, cuando Hilario Ascasubi, por encargo del Gobierno de Buenos Aires, importa cinco mil uniformes franceses sobrantes de la guerra de Crimea que, como se sabe, incluían bombachas tomadas posiblemente de las que usaban los zuavos, soldados reclutados en Argelia, su patria, cuando ésta fue conquistada por Francia en 1830.
En 1856 menciona el diario La Tribuna la palabra ‘bombacha’ aplicada a un disfraz de turco durante el Carnaval de ese año, y leyendo el sumario levantado en Concepción del Uruguay, cuando el asesinato de Urquiza, en 1870, halló que una testigo declara que uno de los criminales ‘...llevaba bombachas blancas...’
Otra teoría que me atrevo a esbozar es que la bombacha puede haber sido una simple modificación, por eminentemente funcional, como se dice ahora, del pantalón a la francesa, en boga aquí y en Europa desde 1820. Esta prenda, como se sabe, era muy ancha arriba y se enangostaba mucho sobre los tobillos, cayendo sobre el empeine, sin raya de planchado alguno.
Para montar a caballo y evitar se le retrepase el jinete, colocábasele una trabilla entre el taco y la planta, que lo fijaba al botín. De este tipo de pantalón y su trabilla no hay más que un paso a la bombacha actual de puño abotonado.
Con la difusión de la bombacha, el chiripá no estaba en condiciones de subsistir. Dependía íntimamente del calzoncillo, no abrigaba lo suficiente en invierno, carecía de bolsillos, era demasiado ampuloso e incómodo para caminar... Los tiempos habían cambiado, y aunque se siguiese andando a caballo constantemente, otras labores que las elementales del pastor ecuestre habían surgido en la explotación de los campos.”