Corren tiempos trágicos en la campaña de Buenos Aires. El gauchaje abandona el pago. Desaparece y como los hormigueros revienta allá a lo lejos. Va buscando vivir su vida. No admite que le regulen hábitos y costumbres.
Va, porque no acepta que le reglamenten sus vicios.
Así es como Cruz Gutiérrez y Esteban Lazarte, naturales del vecino partido de Arrecifes, abandonan un día el pago, al igual que muchos otros. Cruz Gutiérrez y Esteban Lazarte no iban cargando ningún mal nombre: más, al poco tiempo, se les condenaba a la pena de muerte. ¿Qué había sucedido? En banda, capitaneados por Tata Dios, habían dado muerte, en una sola noche, a cincuenta extranjeros, vecinos de Tandil. Cuando les leyeron la sentencia sólo dejaron oír estas palabras de protesta: Mañana sabrán los gringos cómo mueren los argentinos.
Sentados a la par, sin admitir que les vendaran los ojos, fueron fusilados. Y conservando el sello de la indomable estirpe gaucha, recibieron en sus pechos la descarga mortal.
Los hombres de presa que secundan a las autoridades se hacen sentir en todas las zonas rurales, llenando admirablemente el oficio. Levantan los puestos ganaderos, sus poblaciones, para replantarlas lejos de los caminos generales. Se sacude la campaña. La cruzan los hombres día y noche, cortando campos a sol y luna, sol y luna como y como rumbo. Los protege la noche, los protege el inmenso baldío de la pampa, los protege el pajonal; los guarece la sierra, los montes y los bañados.
Para esos hombres sin paradero, para esos hombres sin descanso en sus sobresaltos, abre Pancho el Negro una fonda, como procurando un alto a tales vidas errantes; lugar seguro donde aquellos nativos sin patria, en su propia tierra, pudieran divertirse a gusto.
Como una ironía o como un reto, Pancho, establece la fonda a orillas de un pueblo, acaso el más aristocrático y culto, de la campaña bonaerense. También como una ironía o un reto, se enfrenta al gobierno municipal, haciendo de la fonda una verdadera República Independiente, un modelo perfecto de gauchocracia.
En la fonda hay un salón para los cantores. Hay también uno, para el choclón; otro cuarto para la treinta y una vista; otro para el monte criollo y cuatro o cinco canchas de taba, tendidas en el patio de tierra. Hablar de Pancho el Negro para los pobladores de los viejos Pagos de Cañada de la Cruz, es abrir la puerta de las evocaciones que arrojan las cenizas del pasado.
"Ah... Pancho no debía haber muerto nunca... para esos hombres no debía llegar la muerte nunca...", me decía con acento profundo Hilarión Burgos, un viejo criollo, que pisaba ya los ochenta años.
La fonda de Pancho el Negro dormía de día. La fonda despertaba de noche, poblada de paisanos desconocidos y mirar receloso. Fue una de esas noches, ya cerca de la madrugada, que Floro Manzanares abrió la puerta del salón, donde se cantaba. Al salir a la calle, se encontró de manos a boca con un hombre que, desmontando de su caballo, escuchaba al cantor con el oído pegado a las rendijas de la puerta.
-Entre, amigo, que la reunión está muy buena, le dijo Floro, con esa manera comedida del que pasó también a campo raso sus noches se perseguido de la autoridad. Con esa comprensión que le llevó a ser el mejor abanderado de las carreras cuadreras, el primer Juez de Paz del Partido, después de don José Serapio Sosa.
El forastero no se hizo repetir la invitación. Entró. Al momento, todas las miradas se clavaron en él. No faltó quien insinuara la pregunta de que si sabía cantar.
-Algo sé, fue la respuesta, breve, pero firme. La guitarra pasó entonces de mano en mano, hasta las del recién llegado. En verdad, aquel paisano entraba por primera vez en la fonda y nunca se le había visto en estos lugares.
La gente quedó intrigada. A la luz amarillenta de las lámparas a querosene, que daban más sombra que luz, aquel rostro aceitunado, aquella figura alta y bien ceñida, tomaba un relieve singular.
Se hizo un silencio cargado de interrogantes. ¿Quién sería? ¿De dónde vendría? Se desprendía de todo él una vigilante desconfianza que no podía disimular. Era joven y con aire de cantor y de guapo. Comenzó a rasguear con aplomo el instrumento. Silencio y expectativa se redoblaron. Con el "tiemple del diablo" una voz cálida y alta, desgranó unas décimas desconocidas. Algunos murmuraron que parecía el balido de un toro. Corría la sentenciosa comparación de uno a otro, haciendo pensar que se trataba de un hombre en desgracia. Quizás perseguido por la justicia, con o sin razón.
Inmediatamente, Pancho y su clientela, con un mismo misterioso entendimiento -que si no estaba en los labios, estaba en la mente y en el aire- se solidarizaron con el cantor: era un hombre en desgracia y por añadidura guitarrero. En tanto, las décimas seguían cayendo envueltas en alas de pasión llenas de reticencias, dudas y sarcasmos:
Cristo va de Coronel
Marchando con gran primor
Y de sargento Mayor
El Patriarca San José
El Arcángel San Gabriel
Marcha de primer sargento
Alférez de gran portento
El seráfico Francisco
Solo en el cielo se ha visto
Tan famoso regimiento.
De Teniente va San Juan
Al costado de la Armada
San Diego cabo de escuadra
San Miguel de capitán
Cadete San Sebastián
San Andrés habilitado
Alférez abanderado
Es el lucero Domingo
Es regimiento muy lindo
Que en la gloria se ha formado.
Marchan de primer tambor
Con cajas y con clarines
Ángeles y querubines
Y el angélico doctor
San Marcos y San Salvador
Se presentan auxiliados
Hacen frentes a sus costados
Muy afables y discretos
De oficiales ya completos
Andan buscando soldados.
Un Santo Tomás de Aquino
Va de valiente soldado
Y de capitán graduado
El intrépido Agustino
San Roque y San Marcelino
Entraron al batallón
Se presentó San Simón
Como primer ayudante
y en esa escuadra triunfante
Dan por arma la oración.
El cantor imprimía tan bien el tono burlón a las décimas que los oyentes empezaron a moverse, como en un escalofrío colectivo.
Al terminar lo invitaron a beber, le agasajaron de todas maneras.
Y desde ese instante fue un amigo y tenía casa.
A los pocos días pasó de la fonda a ocupar un lugar más apartado. Por las afueras. ¿Era su alma de cantor lo que le llevaba a buscar la soledad? ¿O buscaba escapar a los ojos fiscalizadores del vecindario?. De noche era infaltable a la fonda. Se presentaba siempre como de viaje: a caballo, con otro de tiro a la par. Repartía la noche entre el salón de los cantores y el del choclón.
A veces se perdía sin dejar rastros, para reaparecer en las mañana en el rancho, como traído por las sombras de la noche. Volvía a la fonda. De esta vida escondida, reservada, sólo podía sacarse en limpio, que ese hombre era un hábil jugador de choclón y un gran guitarrero y cantor. Sin embargo la gente, en murmullo apagado, insinuaba que el desconocido era un "tipo de averías".
Se hacia llamar Primitivo Alvarez.
Allá, en la lejanas noches de retretas, los paseantes de la plaza solían hacer alto a sus charlas, porque la voz de Primitivo Alvarez, desde la vereda de la fonda, les hacia llegar nítidas, aquellas canciones suyas, de una rara tristeza masculina. El inconfundible canto de un alma sufriente y perseguida, que era la tragedia habitual en la campaña de Buenos Aires.
A la oración de una tarde de verano, se despidió en secreto del dueño de la fonda. Nadie lo sabía. Montando su caballo y como siempre con otro de tiro, a la par, se perdió en la angostura de un camino. Con él abandonaba la fonda criolla uno de esos aventureros, como hecho para ese ambiente sin código ni reglamento policial. Parecía llamarle en silencio la voz de los compañeros de desgracia; la voz de la pampa. La voz del desierto atrae y sumerge en su vacío sin fondo, en su soledad inmensa. Soledad y pobreza absoluta del medio, donde la vivienda del hombre se reduce a un techo y paredes de cueros.
En esa virginidad nativa, la cornada de un toro, el boleo y el vuelco del potro mantiene el cuerpo del habitante rural en un disciplinado balanceo. Y cuando el potro o el toro tienden en tierra al perdedor de la lucha, centenares de lechuzas, caranchos y chimangos le rodean, como si fueran los únicos deudos. ¡Ay... los que nunca supieron de los sueños y afanes del moribundo!
Desierto aquel de la pampa, donde el ñandú se enseñorea y multiplica en cuadrillas. Donde el macho más robusto empolla los huevos, como cumpliendo un sabio mandato de la especie: aquel de transmitir el fluido vital de su fortaleza. Allí donde la libertad y la igualdad no tiene más modeladores que la superficie lisa y la vastedad de la pampa. La pampa inmensa, que no quita ni da semejanza, forma ni color a lo accidental, porque es ella sola y siempre igual, como si fuera el símbolo de la eternidad sobre la tierra.
Era ese el cielo y el ambiente de los hombres perseguidos en la pampa porteña. Allá se juntan. En el campo social no hay nada tan amalgamante como la desgracia común. ¿Allí viviría Primitivo Alvarez, recogiendo y vendiendo los rezagos de las haciendas robadas por los indios en sus malones a los poblados? Vendiendo a los que buscaban su fuente de riqueza y prosperidad, hasta en la desgracia y la miseria de los demás.
Después se dijo en el pueblo, que había regresado al lejano Sur -su lugar de origen- porque la justicia había dejado de perseguirlo. ¿Sería para morir mudo, según consigna del hombre gaucho de aquellos tiempos? ¿Sería para volver a la vida normal? ¿O habría presentido una persecución por causas que él no conocía? Lo cierto es que a nadie confió el secreto intimo de su vida.
Comentarios escabrosos, sin ningún miramiento, le siguieron. Es que para el ausente, es mezquina la razón y la justicia. La verdad es que siempre se ignoró su verdadera historia. Solo quedo vivo su recuerdo de cantor, en aquellos días legendarios de proezas y payadas criollas.
Este relato pertenece a Jesus Maria Pereyra. Como muchos de sus cuentos o relatos esta basado en personajes, hechos y lugares reales. En general su obra se limita geograficamente a la zona de la Cañada de la Cruz (partido de Exaltacion de la Cruz, Bs. As.)
Podemos ubicar el relato en los primeros años de la década de 1870, ya que el autor nos da una referencia al nombrar la matanza de inmigrantes realizada por un grupo de gauchos capitaneados por Gerónimo de Solané (apodado Tata Dios) en el Tandil el 1 de enero de 1872. Recordemos que era un tiempo dificil para los gauchos ya que eran detenidos y enviados a los fortines para la lucha contra el indio y en ese mismo año José Hernández da a conocer su "Martin Fierro"
El autor es un gran conocedor de las costumbres tradicionales de la zona y luego de describir la fonda de Pancho el Negro, que fue muy famosa en su época, pone en boca de Primitivo Alvarez unas décimas para lo cual antes "tiempla" la guitarra con el "tiemple del diablo". Antiguamente en la campaña los guitarreros utilizaban distintos temples o afinaciones para la guitarra que hoy casi están en desuso.
En otra parte de su obra, Pereyra nos dice sobre Primitivo Alvarez que era un cantor raro para aquellos tiempos, que introdujo unas décimas de sentido liberal, casi chocantes con las ideas en boga: "El regimiento celestial" (que es la que se reproduce en el relato), "El hortelano", "Si tu corazón me estima", fueron cantadas por el y quedaron en el acervo común de los cantores.
Es una pena que la obra de Jesus Maria Pereyra es hoy casi imposible de hallar.
*Extraído de: "Jesus Maria Pereyra y Exaltación de la Cruz" Cuadernos del Instituto de Literatura Nº3. Ministerio de educación, La Plata 1970.
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