Yo nací en el campo en la década del 40.-
En esa época, las mujeres parían en sus casas, ayudadas por una “comadrona”, señoras expertas en ese tipo de situaciones.-
En mi caso ofició de tal la tía Saturnina, hermana de mi abuela, a quien, cuando fuimos mas grandes, aprendimos a esquivar por la efusividad de sus saludos.-
Mi padre tenía una pequeña chacra de 24 hectáreas en la que trabajaba de sol a sol, ayudado por mi madre.-
Éramos pobres, pero gracias al esfuerzo de mis progenitores no pasamos privaciones y tuvimos una infancia feliz.-
Mi padre había diversificado la producción de la chacra y sembraba trigo, maíz o girasol, según la época.-Tenía una pequeña majada, algunas vacas, los necesarios caballos para las tareas de labranza y unos pocos cerdos.-
La venta del producto de las cosechas nos proveían de los medios para la adquisición de lo que hacía falta , las ovejas nos aportaban carne durante el invierno y los cerdos se vendían también, a excepción de cuatro de ellos, que se separaban del resto y se cebaban aparte para la “carneada”, que se realizaba, generalmente, en los meses de junio o julio, cuando arreciaban las heladas, dado que el “freezer” aún no se había inventado y, aunque existiera, tampoco hubiese estado a nuestro alcance.-
A este “acontecimiento” quiero referirme.-
El día anterior a la fecha fijada, aparecía mi tío Francisco, peón “golondrina” que vivía en el poblado distante unas dos leguas, en el sulky del que tiraba un jamelgo tordillo y a la mañana siguiente, cruzando campo, llegaba el tío Juan y sus dos hijos, un poco mayores que yo, cuya chacra lindaba con la nuestra.-
A ellos se sumaba don Aquilino, un español de “Castilla la vieja”, como él se autodefinía, que, por haber sido amigo de mis abuelos, pasaba largas temporadas en casa.-
Luego de desayunar y a eso de la media mañana, se elegía el primer cerdo y se lo llevaba al galpón acondicionado al efecto, donde, sobre unos tablones de madera puestos sobre bancos , mientras los demás lo sujetaban, mi padre procedía a clavarle un afilado cuchillo con mango de plata, lujoso recuerdo de sus años mozos que aún conservo, en el pecho, buscándole el corazón, para acortar la agonía de la bestia.-
Era tan certero en esto que no recuerdo haberlo visto tener que repetir la operación.-
En un fuentón de lata cincada puesto debajo del animal, se juntaba la sangre para hacer luego las morcillas y, de inmediato, se procedía a pelarlo, frotando vigorosamente al cerdo con bolsas de arpillera empapadas en agua hirviendo.-
Me parece ver a los cuatro hombres moviéndose rítmicamente y sin pronunciar palabra, concentrados en la tarea, mientras los chicos observábamos con ojos asombrados sin comprender demasiado lo que veíamos.-
Una vez despojado de toda su pelambrera, el animal se colgaba de los garrones en ganchos sujetos al final de una soga que, pasando por una roldana, permitía elevarlo a una altura conveniente, lo que demandaba el esfuerzo conjunto de los hombres, dado que superaba holgadamente los 200 kgrs.-
Entonces mi padre procedía a abrirlo en canal desde la ingle hasta el cogote y, entre todos, procedían a eviscerarlo, separando lo utilizable y arrojando el resto a los perros que, como si conocieran lo que habría de suceder, aguardaban echados en círculo esperando su parte del cruento ritual.-
De inmediato se separaba el costillar, que iba a parar a la parrilla, ennegrecida y humeante, preparada a un costado para asar lo que iba a constituir el almuerzo de ese día.-
Entonces los hombres se distendían, lavaban sus manos ensangrentadas, encendían algún cigarrillo, se sentaban en esos bancos rústicos propios de las chacras y, utilizando una pava tiznada y llena de abolladuras, tomaban mate y conversaban animadamente sobre los avatares de la jornada que promediaba.-
Cuando el costillar estaba listo, se almorzaba y luego, una vez recogido y lavado todo lo utilizado, se repetía el procedimiento con los cerdos restantes.-
Al atardecer ya se habían despostado todos los animales y, mientras mi madre cocinaba las primeras morcillas, sobre la mesa grande y rústica se apilaba la carne picada, con la que habrían de hacerse los chorizos.-
La condimentación de la misma constituía todo un proceso: se recurría a antiguas recetas que habían pasado de generación en generación y, conforme se le iban agregando las diversas especias, cada uno de los presentes procedía a probar y emitir opinión y, cuando todos se ponían de acuerdo, se daba por aprobada la mezcla, se la cubría con lienzos y se la dejaba estacionar hasta el otro día, en que se procedería al llenado de los chorizos.-
Aparte habían quedado los cuartos traseros para los jamones, los estómagos para el queso de cerdo y el picado para rellenar los mismos, las pancetas y las bondiolas.-
Para esto, ya se habían hecho alrededor de las nueve de la noche y se procedía a la cena, que consistía en más cerdo asado y la degustación de algunas de las morcillas recién hechas.-
Luego, todos nos íbamos a la cama y el tío Juan y sus hijos volvían a su casa: los mayores cansados y los chicos excitados por la jornada vivida.-
Al otro día, muy de mañana y con la helada blanqueando los pastizales, ya estaba toda la dotación en pié y lista para la jornada.-
Mientras los grandes se aprestaban al llenado de los chorizos, los chicos jugábamos con las vejigas de los cerdos, infladas a manera de pelotas y, de cuando en cuando, aparecíamos insistiendo para que nos dejaran dar unas vueltas a la manija del aparato utilizado en la tarea de llenado, lo que nos demandaba un esfuerzo superior a nuestras fuerzas, por lo que, rápidamente, volvíamos a nuestros juegos.-
Al caer la tarde, casi toda la tarea estaba concluida: los chorizos y las morcillas colgaban de cañas suspendidas del techo del galpón; los jamones habían sido metidos en barriles con sal y los quesos de cerdo sometidos al prensado correspondiente.-
Los mayores agotados por el esfuerzo y los chicos por no haber parado de corretear durante los dos días, cenábamos frugalmente y otra vez a la cama.-
Al día siguiente se volvía a la normalidad: temprano mi madre había ordeñado la lechera para tener la leche para el desayuno y, luego del mismo, mi padre ataba los caballos al arado y el tío Francisco uncía su mancarrón tordillo al sulky y emprendía el regreso al poblado envuelto en una polvareda y seguido un trecho por los perros y sus ladridos.-
Cuando nos levantábamos, un poco mas tarde y restregándonos los ojos adormilados, ya nada quedaba de la actividad de los días anteriores por lo que volvíamos a nuestra rutina de juegos y correrías.-
Mucho años han pasado desde entonces, pero el recuerdo de la carneada permanece vivo en mí que, con mi hermana mayor, somos los únicos sobrevivientes de esa época.-
Ha de ser por eso que, cuando llega julio con sus heladas, que no me parecen tan crudas como las de antes, no puedo dejar de pensar en ella y un pensamiento recurrente vuelve a mi: si hela fuerte comeremos buenos chorizos este año.-
AMARCORD
Otro pintoresco relato que nos envio don Hector Bielza de 9 de Julio.
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